jueves, 5 de abril de 2012

Exploraciones I, sobre escribir una historia: El silencio del escritor

Cuatro palabras inútiles: te exijo la verdad. El odio escondido en el rincón, los lentes sobre la mesa y una sonrisa enigmática que descubre el secreto de su amante. Grita ella su llanto, mientras con el abrumador cinismo de quien ya no espera, él la despide entre las sombras de la biblioteca. El terror de las espesas noches del invierno describe la expresión de su rostro, que, como la inevitable furia del perdón, se esparce con la tinta.

Cuando preguntó por su religión ella contestó “el romanticismo” rió, “soy atea.”, miró hacia la izquierda y cruzó corriendo la calle. No viajaba seguido, no leía complejos textos, no admiraba el cine europeo, tampoco esperaba grandes palabras de los hombres, ella vivía, según sus palabras, de alguna esperanza que su madre había construido con las sonrisas de domingo; sin embargo, su llanto, era el de un espíritu que comprende los profundos rincones del arte. “La primera vez que la vi llorar…”, afirmó él en la primera entrevista, “comprendí de qué se trataba el amor”.

-      - ¡Es que me cuesta mucho encontrar el tono! –le gritaba yo desde el sillón.
-    -   Probá con Haydn, amor, escuchá el disco que te regalé yo, me parece que te puede dar una idea sobre la suavidad.
-   -  Es que no sé si lo que quiero es encontrar un tono suave, me parece que prefiero que se comprenda la imposibilidad de la transcripción y contar la entrevista desde la furia, el desgarro, el enojo. Él era así, un hombre enojado, entendés? Creo que quiero conseguir que el tono del texto suene como hablaba él. Él hablaba como camina un gato, con la suavidad de la seducción pero la fuerza del enigma, él miraba como imagino al gato negro de Poe, en la fusión del terror y la intriga. En cada entrevista llegaba a odiarlo un poco más y a sentir que no podía dejarlo, que era cada vez mayor mi cercanía y admiración. Necesito escuchar otra vez esa entrevista final.


A veces siento el terror de convertirme en quien persigue a un fantasma. Mi fascinación por su obra resulta tan exagerada como la intriga que me produce su historia, el relato de aquellos viajes, de aquel amor, de esa mujer… Su historia es la representación de la falta, siempre supe que había algo que no decía, un secreto que sus palabras no nombraban pero sus ojos pretendían guiarme a descubrir. Vuelvo a escuchar cada entrevista en el intento de dejar de oír lo que nombra para acceder al universo de sus silencios y encontrar en él aquel secreto. Probablemente no exista tal asunto y sólo sea mi deseo aquello que conduce mi trabajo. Deseo de saber que hay algo oculto y fascinante a lo cual sólo se accede experimentando la escucha del silencio. Sin embargo, esta extraña idea puede conducirme a esa esfera en la que no existe el tiempo, ni el regreso.


“Nunca supiste amar” Le gritaba ella mientras tiraba los libros que estaban sobre su escritorio. “Y yo sabía”, confesaba él, “que ella tenía razón. Pero  Bea no buscaba mi afirmación, ella se estaba despidiendo, y yo la dejé partir.”

Probablemente, para comprender los asuntos más inaccesibles del arte, sólo haga falta experimentar lo inabarcable del acto creativo o la falta de entereza del lenguaje; o, probablemente, sólo haga falta experimentar el llanto de Bea y tomar las decisiones más importantes de aquel modo, porque así lo dictó el sol cuando quemaba las hojas del algarrobo a través de mi sencilla cámara.

Sentía el llanto subir desde mi estómago, mis bazos abrazaban mis rodillas y las lágrimas se confundían con el agua de los gritos sofocados en el pantalón. Sus palabras seguían sonando después de mis preguntas en el viejo grabador y ese relato de su historia convertía mi llanto en la certeza del interrogante.